El Aleph
Jorge Luis Borges
Transcripción, Henzo Lafuente, Abril 2000
www.apocatastasis.com
Monday, July 31, 2006
El Aleph
O God, I could be bounded in a nutshell
and count myself a King of infinite space.
Hamlet, II, 2.
But they will teach us that Eternity is the
Standing still of the Present Time, a Nunc-stans
(as the Schools call it); which neither they, nor
any else understand, no more than they would
a Hic-stans for a infinite greatnesse of Place.
Leviathan, IV, 46.
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como
El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno.
- Lo evoco - dijo con una admiración algo inexplicable - en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
no corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
Estrofa a todas luces interesante - dictaminó -. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero - ¿barroquismo, decadentismo, culto depurado y fanático de la forma? - consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfadados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite ¡sin pedantismo! acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y los días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso; nada memorable había en ellas; ni siquiera las juzgaré mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema.(1)
Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa:(2)
Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
se aburre una osamenta - ¿Color? Blanquiceleste -
que da al corral de ovejas catadura de osario.
-¡Dos audacias - gritó con exultación - rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo "se aburre una osamenta", que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo "blanquiceleste"? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri - los propietarios de mi casa, recordarás - inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
-Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió "azulado", ahora abundaba en "azulino", "azulenco" y hasta "azulillo". La palabra "lechoso" no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería "lactario", "lacticinoso", "lactescente", "lechal"... Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente nada ocurrió - salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.
-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! - repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dio que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
-Está en el sótano del comedor - explicó, aligerada su dicción por la angustia -. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-¡El Aleph! - repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
-Una copita del seudocoñac - ordenó - y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
-Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
-La almohada es humildosa - explicó -, pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman - dijo una voz aborrecida y jovial -. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
-Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
-¿Lo viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la seguridad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.
Posdata del 1º de marzo de 1943
A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura.(3) El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿eligió Carlos Argentino ese
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres - la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19) - , y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... La mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: "En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
1. Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira en que fustigó con rigor a los males poetas:
Aqueste da al poema belicosa armadura
de erudición; estotro le da pompas y galas.
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron, cuitados, el factor Hermosura!
2. Sólo el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me dijo) de publicar sin miedo el poema.
3. "Recibí tu apenada congratulación", me escribió. "Bufas, mi lamentable amigo, de envidia, pero confesarás - ¡aunque te ahogue! - que esta vez pude coronar mi bonote con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más califa de los rubiés".
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Crítica (não só) literária
Os mortos se tornaram, desde então, capazes de falar com os vivos. "Escucho com mis ojos a los muertos", constatou o poeta espanhol Quevedo. E, com o passar do tempo, multiplica-se o total de mortos falantes (Quevedo entre eles) que competem com os vivos que, por seu turno, competem entre si pela atenção de um número limitado de olhos ouvintes.
Por isso existe a crítica literária: porque nem mesmo a vida de um leitor voraz, dedicado e longevo bastaria para dar conta sequer dos romances publicados ano passado no mundo. Talvez uma existência inteira não seja mesmo suficiente para ler quanto há para ser lido em, digamos, "A Montanha Mágica". E, no entanto, o desejo de ler tudo é, para os verdadeiros leitores, tão natural como o da imortalidade para quem, após compreender os tempos verbais, não ignore mais a ameaça presente no futuro da primeira pessoa do singular.
A crítica literária existe, sobretudo, para triar obras recentes, apontando quais merecem atenção, e para retriar, a cada geração, aquelas previamente avaliadas, de modo a questionar juízos passados. Chamar a atenção para certa obra, uma atividade generosa, envolve a crueldade necessária de pôr outras de lado. A vida é curta, a paciência dos leitores, mais ainda - e "triagem" é um galicismo de origem sinistra. Durante a Primeira Guerra, a escala industrial da sangueira (decorrente da fartura combinada de soldados e metralhadoras) sobrecarregou os serviços médicos nas frentes de batalha. O Exército francês se viu então forçado a "triar", ou seja, repartir seus feridos em três categorias: os que podiam ser medicados no local, os que valia a pena levar aos hospitais na retaguarda e os que estariam tirando o lugar de gente com chances melhores. Estes eram entregues aos sedativos e sacerdotes.
Se a atividade crítica parece impiedosa, talvez seja o caso de lembrar que, diferentemente dos seres humanos, obras literárias não têm direito automático nem sequer à vida (ao de serem lidas). Nenhum livro é obrigatório, exceto para estudantes, professores e críticos profissionais que, geralmente, são os que não os lêem. O público não tem deveres para com escritores vivos, mortos ou mortos-vivos e, quando lê, está lhes fazendo um favor, uma gentileza. É aos autores que cabe estar à altura de tal deferência, pois toda obra é culpada até prova em contrário. O crítico, assim, também pode ser considerado seu advogado. Mesmo que esteja disposto a mentir ou trapacear, o processo é tão aberto que alguma verdade acaba se estabelecendo. Daí a dificuldade, em qualquer arte, de alterar os cânones vigentes e colocar, por exemplo, Salieri no lugar de Mozart.
Um advogado é tanto melhor quanto mais a fundo conhecer seu caso, e, como a literatura diz respeito a tudo, não resta ao crítico outra opção que a de buscar se familiarizar com tudo, algo impossível. Bom, existe outra opção, que esteve em moda por anos e anos. Trata-se, no sentido tacanho do termo, da abordagem estritamente "literária" para a qual um poema, um conto, um romance se reduzem a um amontoado organizado de palavras. Discorrer sobre "Guerra e Paz" ou "A Cartuxa de Parma" ignorando os detalhes das guerras napoleônicas e os tipos de armamentos à disposição dos contendores, examinar "Os Lusíadas" sem pensar na expansão do império português ou na arte da navegação ou analisar "Ulisses" sem refletir sobre as relações entre Irlanda e Inglaterra equivalem a perder de vista muito da razão de ser desses livros -se bem que julgá-los somente através de um desses prismas tampouco seja inteligente.
Em outras palavras, quem escrevesse algo intitulado "Auschwitz: Uma Abordagem Contábil" e concluísse que o comandante Rudolf Höss era inocente, pois administrou direito seu campo, ou (o que dá na mesma) culpado, porque revendeu, sem registrar a transação, várias latas de Zyklon B a seu colega Franz Stangl, de Treblinka, quem chegasse a tais conclusões sem se perguntar para que serviam as latas seria antes parte do problema do que da solução. Mas quem quer que ostente indignação moral sem dominar os dados e fatos relevantes nada acrescenta à discussão, pois, caso queira que seus sentimentos prevaleçam, convém-lhe saber tudo o que o contador acima sabe e mais.
O interesse pela literatura ou é onívoro ou não é. O leitor autêntico deseja saber de tudo, truísmo que se aplica dupla ou triplamente aos críticos de verdade. Autores de best-sellers, atentos à curiosidade da audiência, estão cientes disso e, coerentemente, recheiam seus calhamaços com informações variadas sobre como se desmonta uma bomba, o que é que socialites comem, bebem ou cheiram, como se pilota um Spitfire, quais as posições sexuais favoritas de um samurai do século 16.
Quando Mallarmé observou que o mundo existe para acabar num livro, ele não estava aviltando o primeiro, mas, sim, afirmando quão abrangente e ambicioso era seu programa para o segundo. Seu discípulo, Paul Valéry, disse que um homem que nunca quis ser um deus é menos do que um homem. Um crítico que seja apenas literário é, portanto, menos do que um crítico literário. E não há meio termo.
ASCHER, Nelson.
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Funes, el memorioso
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: "¿Qué horas son, Ireneo?". Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: "Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco". La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.
Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico Funes". Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del año 84", ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, "había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó ", y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario "para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín". Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.
El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del capítulo xxiv del libro vii de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non iisdern verbis redderetur audíturn.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños.
Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: "Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo". Y también: "Mis sueños son como la vigilia de ustedes". Y también, hacia el alba: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele.
Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas... Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los "números" El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo xvii, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferír el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce,
más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su
implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
BORGES, Jorge Luis.
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Friday, July 28, 2006
10
Um jovem poeta veio visitar-me. Era muito pobre, vivia do seu trabalho literário e me parecia pesaroso de ver a boa casa em que eu morava, o meu criado que lhe trazia um chá bem servido, os meus trajes cortados por um bom alfaiate. Disse: “Que coisa terrível é ter de lutar para ganhar a vida, andar à cata de assinantes para a tua revista, de compradores para o teu livro”.
Não o quis deixar nessa ilusão e lhe disse umas palavras, mais ou menos estas. Incômoda e difícil, de fato, a situação dele – mas como me custavam caro os meus pequenos luxos. Para garanti-los, eu abandonara meu pendor natural e me tornara um funcionário público (quão ridículo!), que gastava em pura perda horas preciosas do seu dia, às quais cumpria acrescentar as horas de desencorajamento e fadiga que se lhes seguiam. Que malbarato! Que malbarato e traição! Já ele, o pobre, não perdia tempo algum; estava sempre a postos, fiel e cumpridor filho da Arte.
Quantas vezes, durante o horário de trabalho, não me vem uma bela idéia, uma imagem inusitada, uns versos imprevistos já prontos, que me vejo compelido a negligenciar porque o serviço não pode ser adiado. De volta a casa, depois de repousar um pouco, tento lembrá-los, mas em vão. E é justo que assim seja. Como se a Arte me dissesse: “Eu não sou uma criada para que me dispenses quando me apresento e me apresente quando me chames. Sou a maior Senhora do mundo. Se me negaste – abjeto traidor – por causa de tua deplorável bela casa, tuas deploráveis belas roupas, tua deplorável bela posição social, contenta-te então com elas (mas como o poderias?); e nos raros momentos em que eu te apareça, cuida de estar pronto para me receberes, esperando-me à porta, onde deverias estar todo dia”.
KAVÁFIS, Konstantinos – Reflexões Sobre Poesia e Ética – Trad.: José Paulo Paes.
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"O compositor americano contemporâneo Roger Sessions forneceu um relato revelador de como é compor uma peça musical. Conforme ele explica, um compositor pode ser prontamente identificado pelo fato de ter constantemente "sons na cabeça" - ou seja, está sempre, em algum lugar perto da superfície de sua consciência, ouvindo sons, ritmos e padrões musicais maiores. Embora muitos destes padrões valham pouco musicalmente e possam, de fato, ser totalmente abandonados, é o quinhão do compositor estar constantemente monitorando e retrabalhando estes padrões."
in GARDNER, Howard - A Teoria das Inteligências Múltiplas.
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Na música, como no sexo, a gênese da vida e da morte deixa-se conhecer, por extrema magnanimidade dos deuses, como prazer.
J.M. Wisnik - O Som e o Sentido
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Em O Som e o Sentido; capítulo 1. 5, José Miguel Wisnik propõe:
1.
"Descreve-se a música originariamente como a própria extração do som ordenado e periódico do meio turbulento dos ruídos."
(...) "afinar as vozes significa entrar em acordo profundo e não visível sobre a intimidade da matéria, produzindo ritualmente, contra todo o ruído do mundo, um som constante (um único som musical afinado diminui o grau de incerteza no universo, porque insemina nele um princípio de ordem)."
"Nos rituais que constituem as práticas da música modal invoca-se o universo para que seja cosmos e não-caos."
2.
"Mas de todo modo, os sons afinados pela cultura, que fazem a música, estarão sempre dialogando com o ruído, a instabilidade, a dissonância. (...) Mexendo nessas dimensões, a música não refere nem nomeia coisas visíveis, como a linguagem verbal faz, mas aponta com uma força toda sua para o não-verbalizável; atravessa certas redes defensivas que a consciência e a linguagem cristalizada opõem à sua ação e toca em pontos de ligação efetivos do mental e do corporal, do intelectual e do afetivo."
(...) "ele (o som) é um objeto diferenciado entre os objetos concretos que povoam o nosso imaginário porque, por mais nítido que possa ser, é invisível e impalpável. (...) A música, sendo uma ordem que se constrói de sons, em perpétua aparição e desaparição, escapa à esfera tangível e se presta à identificação com uma outra ordem do real: isso faz com que se tenha atribuído a ela, nas mais diferentes culturas, as próprias propriedades do espírito. O som tem um poder mediador, hermético: é o elo comunicante do mundo material com o mundo espiritual e invisível. O seu valor de uso mágico reside exatamente nisto: os sons organizados nos informam sobre a estrutura oculta da matéria no que ela tem de animado. (Não há como negar que há nisso um modo de conhecimento e de sondagem de camadas sutis da realidade.)"
"O som é um objeto subjetivo, que está dentro e fora, não pode ser tocado diretamente, mas nos toca com uma enorme precisão."
"Há uma significativa passagem sobre este ponto nas páginas iniciais da parte dedicada à música na Estética de Hegel”:
'Graças ao som, a música desliga-se da forma exterior e da sua perceptível visibilidade e tem necessidade, para a concepção das suas produções, de um órgão especial, o ouvido, que, como a vista, faz parte não dos sentidos práticos, mas dos teóricos, e é mesmo mais ideal que a vista. Porque, dado que a contemplação calma e desinteressada das obras de arte, longe de procurar suprimir os objetos os deixa, pelo contrário, subsistir tal qual são e onde estão, o que é concebido pela vista não é em si ideal, mas preserva, pelo contrário, sua existência sensível. O ouvido, sem praticamente exigir a menor alteração dos corpos, percebe o resultado desta vibração interior do corpo pela qual se manifesta e revela, não a calma figura material, mas uma primeira idealidade da alma. Como, por outro lado, a negatividade na qual entra a matéria vibrante constitui uma supressão do estado espacial, a qual é por sua vez suprimida pela reação do corpo, a exterioridade desta dupla negação, o som, é uma exteriorização que se destrói a si mesma no momento em que nasce. Por esta dupla negação da exterioridade, inerente ao princípio do som, este corresponde à subjetividade; a sonoridade, que é já por si mesma qualquer coisa de mais ideal que a corporeidade real, renuncia até a esta existência ideal e torna-se assim um modo de expressão da interioridade pura. (...) Ela (a música) dirige-se à mais profunda interioridade subjetiva; é a arte de que a alma se serve para agir sobre as outras almas'.
(O Som e o Sentido; capítulo 1 , nota 9)
3.
"Entre os objetos físicos, o som é o que mais se presta à criação de metafísicas. As mais diferentes concepções do mundo, do cosmos, que pensam a harmonia entre o visível e o invisível, entre o que se apresenta e o que permanece oculto, se constiuem e se organizam através da música.
Mas se a música é um modelo sobre o qual se constituem metafísicas não deixa de ser metáfora e metonímia do mundo físico, enquanto universo vibratório onde, a cada novo limiar, a energia se mostra de uma outra forma.
(...) São fenômenos de outra ordem, dos quais a música se aproxima, ao oferecer o modelo de um universo concebido como pura energia, cuja densidade é dada pela interpretação do puro movimento. A estrutura subatômica da matéria também pode fazer com que esta seja concebida como uma enorme e poderosa densificação do movimento. A música traduz para a nossa escala sensorial, através de vibrações perceptíveis e organizáveis das camadas de ar, e contando com a ilusão do ouvido, mensagens sutis sobre a intimidade anímica da matéria.
(...) Por isso pode-se também dizer que a música, linguagem não-referencial, que não designa objetos, não tem a capacidade de provocar medo, mas sim a de provocar angústia, ligada, segundo Freud, a um estado de expectação indeterminada, que se dá na ausência do objeto".
"Existe nela uma gesticulação fantasmática, que está como que modelando objetos interiores.
Isso dá a ela um grande poder de atuação sobre o corpo e a mente, sobre a consciência e o inconsciente, numa espécie de eficácia simbólica".
4.
"Quando a criança ainda não aprendeu a falar, mas já percebeu que a linguagem significa, a voz da mãe, com suas melodias e seus toques, é pura música, ou é aquilo que depois continuaremos para sempre a ouvir na música: uma linguagem onde se percebe o horizonte de um sentido que no entanto não se discrimina em signos isolados, mas que só se intui como uma globalidade em perpétuo recuo, não verbal, intraduzível, mas à sua maneira, transparente.
"A música vivida enquanto habitat, tenda que queremos armar ou redoma em que precisamos ficar, canta em surdina ou com estridência a voz da mãe, envelope sonoro que foi uma vez ( por todas) imprescindível para a criança que se constitui como algo para si, como self ".
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Tuesday, July 25, 2006
Aristóteles estudou quatro ciências do discurso, quatro maneiras pelas quais o homem pode, pela palavra, influenciar a mente de outro homem (ou a sua própria) que caracterizam-se por seus respectivos níveis de credibilidade:
(a) O discurso poético versa sobre o possível, dirigindo-se sobretudo à imaginação.
(b) O discurso retórico tem por objeto o verossímil e por meta a produção de uma crença firme e persuasiva que deve produzir uma decisão.
(c) O discurso dialético mede por ensaios e erros, a probabilidade maior ou menor de uma crença ou tese. Já não se limita a sugerir ou impor uma crença, mas submete as crenças à prova. É o pensamento que vai e vem, por vias transversas, buscando a verdade entre os erros e o erro entre as verdades.
(d) O discurso lógico ou analítico, finalmente, partindo sempre de premissas admitidas como indiscutivelmente certas, chega, pelo encadeamento silogístico, à demonstração certa "prova indestrutível" da veracidade das conclusões.
É visível que há aí uma escala de credibilidade crescente: do possível subimos ao verossímil, deste para o provável e finalmente para o certo ou verdadeiro. Possibilidade, verossimilhança, probabilidade razoável e certeza apodíctica.
A Poética estuda os meios pelos quais o discurso poético abre à imaginação o reino do possível; a Retórica, os meios pelos quais o discurso retórico induz a vontade do ouvinte a admitir uma crença; a Dialética, aqueles pelos quais o discurso dialético averigua a razoabilidade das crenças admitidas, e, finalmente, a Lógica ou Analítica estuda os meios da demonstração apodíctica, ou certeza científica.
O homem discursa para abrir a imaginação à imensidade do possível, para tomar alguma resolução prática, para examinar criticamente a base das crenças que fundamentam suas resoluções, ou para explorar as conseqüências e prolongamentos de juízos já admitidos como absolutamente verdadeiros, construindo com eles o edifício do saber científico. Um discurso é lógico ou dialético, poético ou retórico, não em si mesmo e por sua mera estrutura interna, mas pelo objetivo a que tende em seu conjunto, pelo propósito humano que visa a realizar.
Para Aristóteles, o conhecimento começa pelos dados dos sentidos. Estes são transferidos à memória, imaginação ou fantasia que os agrupa em imagens segundo suas semelhanças. É sobre estas imagens retidas e organizadas na fantasia, e não diretamente sobre os dados dos sentidos, que a inteligência exerce a triagem e reorganização com base nas quais criará os esquemas eidéticos, ou conceitos abstratos das espécies, com os quais poderá enfim construir os juízos e raciocínios.
Se o indivíduo humano não chega ao conhecimento racional sem passar pela fantasia e pela simples apreensão, como poderia a coletividade chegar à certeza científica sem o concurso preliminar e sucessivo da imaginação poética, da vontade organizadora que se expressa na retórica e da triagem dialética empreendida pela discussão filosófica?
[parágrafos extraídos e/ou resumidos do §1 de Aristóteles Em Nova Perspectiva, O. de C.]
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Monday, July 24, 2006
Yo que sentí el horror de los espejos
No sólo ante el cristal impenetrable
Donde acaba y empieza, inhabitable,
Un imposible espacio de reflejos
Sino ante el agua especular que imita
El otro azul en su profundo cielo
Que a veces raya el ilusorio vuelo
Del ave inversa o que un temblor agita
Y ante la superficie silenciosa
Del ébano sutil cuya tersura
Repite como un sueño la blancura
De un vago mármol o una vaga rosa,
Hoy, al cabo de tantos y perplejos
Años de errar bajo la varia luna,
Me pregunto qué azar de la fortuna
Hizo que yo temiera los espejos.
Espejos de metal, enmascarado
Espejo de caoba que en la bruma
De su rojo crepúsculo disfuma
Ese rostro que mira y es mirado,
Infinitos los veo, elementales
Ejecutores de un antigo pacto,
Multiplicar el mundo como el acto
Generativo, insomnes y fatales.
Prolongan este vano mundo incierto
En su vertiginosa telaraña;
A veces en la tarde los empaña
El hálito de un hombre que no ha muerto.
No acecha el cristal. Si entre las cuatro
Paredes de la alcoba hay un espejo,
Ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
Que arma en el alba un sigiloso teatro.
Todo acontece y nada se recuerda
En esos gabinetes cristalinos
Donde, como fantásticos rabinos,
Leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
No sintió que era un sueño hasta aquel día
En que un actor mimó su felonía
Con arte silencioso, en un tablado.
Que haya sueños es raro, que haya espejos,
Que el usual y gastado repertorio
De cada día incluya el ilusorio
Orbe profundo que urden los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño
En toda esa inasible arquitectura
Que edifica la luz con la tersura
Del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman
De sueños y las formas del espejo
Para que el hombre sienta que es reflejo
Y vanidad. Por eso nos alarman.
BORGES, Jorge Luis. Ficcionario.
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(...) Aunque todo lo que aparece se percibe como un “me parece”, y por ello está exposto al error y la ilusión, la apariencia como tal conlleva un indicador previo de sensación de realidad.
(...) (El arte, por lo tanto, al transformar objetos sensibles en objetos inteligibles, lo que hace es arrancarlos primero de contexto para “des-realizarlos”, para hacerles perder su cualidad de reales y prepararlos de cara a una función nueva y diferente.)
(...) En un mundo de apariencias, repleto de errores e ilusiones, la realidad está garantizada por esta triple afinidad: los cinco sentidos, radicalmente distintos entre sí, comparten el mismo objeto; los miembros de una misma especie tienen un contexto común que dota a cada objeto en particular de su significado; y el resto de los seres dotados de sentidos, a pesar de que perciben este objeto desde perspectivas completamente distintas, coinciden en cuanto a su identidad. La sensación de realidad surge de esta triple afinidad.
(...) Mnemosyne, la Memoria, es la madre de las Musas, y el recuerdo, la experiencia del pensamiento más frecuente y fundamental, se ocupa de las cosas que están ausentes, que han desaparecido de los sentidos. Pero lo ausente – una persona, un hecho, un monumento – que se evoca y se hace presente al espíritu no puede aparecer del mismo modo que ante los sentidos, como si el recuerdo fuera una forma de brujería. Para que sólo aparezca al espíritu debe ser previamente desensorializado, y la capacidad de transformar objetos sensoriales en imágenes se llama “imaginación”. Sin tal facultad, que hace presente lo que está ausente bajo una forma desensorializada, no serían posibles los procesos y las cadenas de pensamiento. Así pues, el pensamiento está “fuera del orden”, no sólo porque detiene al resto de actividades, tan necesarias para vivir y sobrevivir, sino también porque invierte todas las relaciones normales: aleja lo cercano que se manifiesta directamente a los sentidos, y convierte en presente lo que en realidad está distante. Mientras uno piensa, no se encuentra donde realmente está; no le rodean objetos sensoriales, sino imágenes invisibles para los demás. Es como si al pensar uno se retirase a un lugar imaginario, al territorio de los invisibles, del que no sabría nada si careciese de la facultad de recordar e imaginar. El pensamiento anula las distancias temporales y las espaciales. Permite anticipar el futuro, reflexionar sobre él como si ya estuviera presente y recordar el pasado como si aún no hubiera desaparecido.
(...) la ocupación del pensamiento es como la labor de Penélope, que cada mañana destejía lo que había hecho la noche anterior, pues la necesidad de pensar no se deja acallar por los discernimientos, supuestamente definitivos, de los “sabios”; sólo el pensamiento puede satisfacerla, y los pensamientos de ayer satisfarán las necesidades de hoy sólo en la medida en que se es capaz y se desea volver a pensarlos.
Hemos examinado los rasgos más destacados de la actividad pensante: su retirada del mundo de las apariencias, sometido al sentido común; su tendencia autodestructiva respecto de sus logros; su reflexividad y la conciencia de actividad pura que lo acompaña, sumada al extraño hecho de que sólo se es consciente de las facultades del espíritu mientras persiste su actividad, lo que significa que el pensamiento mismo jamás puede establecerse con seguridad como una propiedad y precisamente la propiedad más elevada de la especie humana; al hombre se le puede definir como “animal hablante”, en el sentido aristotélico de logon echón, dotado de lenguaje, pero no como “animal pensante”, el animal rationale.
(...) Para asegurarse de que había eliminado la idea del sentido común según la cual el pensamiento se ocupa de abstracciones y pequeñeces, algo que, de hecho no ocurre, Hegel afirmó, siempre con idéntico ánimo polemizador, “que el Ser es Pensamiento” ( dass das Sein Denken ist), que “sólo lo espiritual es lo real”; que únicamente existen aquellas generalidades con las que opera el pensamiento.
Nadie ha luchado con mayor determinación contra lo particular, el eterno obstáculo del pensamiento, el indiscutible estar-haí de los objetos que ningún pensamiento puede alcanzar o explicar. La función más elevada de la filosofía radica, según Hegel, en eliminar lo contingente, y los particulares, el conjunto de lo que existe, son, por definición, contingentes. La filosofía considera lo particular como parte de un todo, y el todo es un sistema, un producto del pensamiento especulativo. Este todo, desde un punto de vista científico, sólo puede ser una hipótesis plausible que, al integrar a los particulares en un pensamiento omnicomprensivo, los transforma en objetos de pensamiento, de modo que excluye su propiedad más chocante: su realidad, al mismo tiempo que su contingencia. Fue Hegel quien declaró que “ha llegado la hora de que la filosofía se eleve al plano de la ciencia”, y quien deseó transformar la filo-sofía, el mero amor al saber, en saber, sophia. En este sentido consiguió convencerse de que “pensar es actuar”, algo que esta ocupación tan solitaria nunca puede hacer, pues sólo se actúa “en concierto”, con la compañía y el acuerdo de los otros, esto es, en una situación existencial que efectivamente paraliza todo pensamiento.
ARENDT, Hannah – La Vida Del Espíritu; tradução de Carmen Corral.
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Tuesday, July 18, 2006
"Entre as coisas que emprestam ao artifício humano a estabilidade sem a qual ele jamais poderia ser um lugar seguro para os homens, há uma quantidade de objetos estritamente sem utilidade e que, ademais, por serem únicos, não são intercambiáveis, e portanto não são passíveis de igualação através de um denominador comum como o dinheiro; se expostos no mercado de trocas, só podem ser apreçados arbitrariamente. Além disso, o devido relacionamento com uma obra de arte não é "usá-la"; pelo contrário, ela deve ser cuidadosamente isolada de todo contexto dos objetos de uso comuns para que possa galgar o seu lugar devido no mundo. Da mesma forma, deve ser isolada das exigências e necessidades da vida diária, com as quais tem menos contato que qualquer outra coisa. Ao argumento, não interessa se esta inutilidade dos objetos de arte sempre existiu ou se, antigamente, a arte servia às chamadas necessidades religiosas do homem, tal como os objetos de uso comuns servem a necessidades mais comuns. Ainda que a origem histórica da arte tivesse caráter exclusivamente religioso ou mitológico, o fato é que a arte sobreviveu magnificamente à sua separação da religião, da magia e do mito.
Dada a sua suma permanência, as obras de arte são as mais intensamente mundanas de todas as coisas tangíveis; sua durabilidade permanece quase isenta ao efeito corrosivo dos processos naturais, uma vez que não estão sujeitas ao uso por criaturas vivas - uso que, na verdade, longe de materializar sua finalidade inerente (como a finalidade de uma cadeira é realizada quando alguém se senta nela), só pode destruí-la. Assim, a durabilidade das obras de arte é superior àquela de que todas as coisas precisam para existir; e, através do tempo, pode atingir a permanência. Nesta permanência, a estabilidade do artifício humano, que jamais pode ser absoluta por ser o mundo habitado e usado por mortais, adquire representação própria. Nada como a obra de arte demonstra com tamanha clareza e pureza a simples durabilidade deste mundo de coisas; nada revela de forma tão espetacular que este mundo feito de coisas é o lar não-mortal de seres mortais. É como se a estabilidade humana transparecesse na permanência da arte, de sorte que certo pressentimento de imortalidade - não a imortalidade da alma ou da vida, mas de algo imortal feito por mãos mortais - adquire presença tangível para fulgurar e ser visto, soar e ser escutado, escrever e ser lido.
A fonte imediata da obra de arte é a capacidade humana de pensar, da mesma forma como a "propensão para a troca e o comércio" é a fonte dos objetos de uso. Trata-se de capacidades do homem, e não de meros atributos do animal humano, como sentimentos, desejos e necessidades, aos quais estão ligados e que muitas vezes constituem o seu conteúdo. Esses atributos humanos são tão alheios ao mundo que o homem cria como seu lugar na terra quanto os atributos correspondentes de outras espécies animais; se tivessem que constituir um ambiente fabricado pelo homem para o animal humano, esse ambiente seria um não-mundo, resultado de emanação e não de criação. A capacidade de pensar relaciona-se com o sentimento, transformando a sua dor muda e inarticulada, do mesmo modo como a troca transforma a ganância crua do desejo e o uso transforma o anseio desesperado da necessidade - até que todos se tornem dignos de adentrar o mundo transformados em coisas, reificados. Em cada caso, uma capacidade humana que, por sua própria natureza, é comunicativa e voltada para o mundo, transcende e transfere para o mundo algo muito intenso e veemente que estava aprisionado no ser.
No caso das obras de arte, a reificação é algo mais que mera transformação; é transfiguração, verdadeira metamorfose, como se o curso da natureza, que requer que tudo queime até virar cinzas, fosse invertido de modo que até as cinzas pudessem irromper em chamas. As obras de arte são frutos do pensamento, mas nem por isso deixam de ser coisas. O processo de pensar, em si, não é capaz de produzir e fabricar coisas tangíveis como livros, pinturas, esculturas ou partituras musicais, da mesma forma como o uso, em si, é incapaz de produzir e fabricar uma casa ou uma cadeira. Naturalmente, a reificação que ocorre quando se escreve algo, quando se pinta uma imagem ou se modela uma figura ou se compõe uma melodia tem a ver com o pensamento que a precede; mas o que realmente transforma o pensamento em realidade e fabrica as coisas do pensamento é o mesmo artesanato que, com a ajuda do instrumento primordial - a mão do homem - constrói as coisas duráveis do artifício humano (...)"
ARENDT, Hannah - A Condição Humana
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Com a expressão vita activa, pretendo designar três atividades humanas fundamentais: labor, trabalho e ação. Trata-se de atividades fundamentais porque a cada uma delas corresponde uma das condições básicas mediante as quais a vida foi dada ao homem na Terra.
O labor é a atividade que corresponde ao processo biológico do corpo humano, cujo crescimento espontâneo, metabolismo e eventual declínio têm a ver com as necessidades vitais produzidas e introduzidas pelo labor no processo da vida. A condição humana do labor é a própria vida.
O trabalho é a atividade correspondente ao artificialismo da existência humana, existência esta não necessariamente contida no eterno ciclo vital da espécie, e cuja mortalidade não é compensada por este último. O trabalho produz um mundo “artificial” de coisas, nitidamente diferente de qualquer ambiente natural. Dentro de suas fronteiras habita cada vida individual, embora esse mundo se destine a sobreviver e a transcender todas as vidas individuais. A condição humana do trabalho é a mundanidade.
A ação, única atividade que se exerce diretamente entre os homens sem a mediação das coisas ou da matéria, corresponde à condição humana da pluralidade, ao fato de que homens, e não o Homem, vivem na Terra e habitam o mundo. Todos os aspectos da condição humana têm alguma relação com a política: mas esta pluralidade é especificamente a condição (...) de toda vida política. Assim, o idioma dos romanos – talvez o povo mais político que conhecemos – empregava como sinônimas as expressões “viver” e “estar entre os homens” (inter homines esse), ou “morrer” e “deixar de estar entre os homens” (inter homines esse desinere). Mas, em sua forma mais elementar, a condição humana da ação está implícita até mesmo no Gênese (“macho e fêmea Ele os criou”), se entendermos que esta versão da criação do homem diverge, em princípio, da outra segundo a qual Deus originalmente criou o Homem (adam) – a ele e não a eles, de sorte que a pluralidade dos seres humanos vem a ser o resultado da multiplicação. A ação seria um luxo desnecessário, uma caprichosa interferência com as leis gerais do comportamento, se os homens não passassem de repetições interminavelmente reproduzíveis do mesmo modelo, todas dotadas da mesma natureza e essência, tão previsíveis quanto a natureza e a essência de qualquer outra coisa. A pluralidade é a condição da ação humana pelo fato de sermos todos os mesmos, isto é, humanos, sem que ninguém seja exatamente igual a qualquer pessoa que tenha existido, exista ou venha a existir.
As três atividades e suas respectivas condições têm íntima relação com as condições mais gerais da existência humana: o nascimento e a morte, a natalidade e a mortalidade. O labor assegura não apenas a sobrevivência do indivíduo, mas a vida da espécie. O trabalho e seu produto, o artefato humano, emprestam certa permanência e durabilidade à futilidade da vida mortal e ao caráter efêmero do tempo humano. A ação na medida em que se empenha em fundar e preservar corpos políticos, cria a condição para a lembrança, ou seja, para a história. O labor e o trabalho, bem como a ação, têm também raízes na natalidade, na medida em que sua tarefa é produzir e preservar o mundo para o constante influxo de recém-chegados que vêm a este mundo na qualidade de estranhos, além de prevê-los e leva-los em conta. Não obstante, das três atividades, a ação é a mais intimamente ligada com a condição humana da natalidade; o novo começo inerente a cada nascimento pode fazer-se sentir no mundo somente porque o recém-chegado possui a capacidade de iniciar algo novo, isto é de agir. Neste sentido de iniciativa, todas as atividades humanas possuem um elemento de ação e, portanto, de natalidade. Além disso, como a ação é a atividade política por excelência, a natalidade, e não a mortalidade, pode constituir a categoria central do pensamento político, em contraposição ao pensamento metafísico.
(...) Imortalidade significa continuidade no tempo, vida sem morte nesta terra e neste mundo, tal como foi dada, segundo o consenso grego, à natureza e aos deuses do Olimpo. Contra este pano de fundo – a vida perpétua da natureza e a vida divina, isenta de morte e de velhice – encontravam-se os mortais, os únicos mortais num universo imortal, mas não eterno, em cotejo com as vidas imortais dos seus deuses, mas não sob o domínio de um Deus eterno.
(...) A preocupação dos gregos com a imortalidade resultou de sua experiência de uma natureza imortal e de deuses imortais que, juntos, circundavam as vidas individuais de homens mortais. Inserida num cosmo onde tudo era imortal, a mortalidade tornou-se o emblema da existência humana. Os homens são “os mortais”, as únicas coisas mortais que existem, porque ao contrário dos animais, não existem apenas como membros de uma espécie cuja vida imortal é garantida pela procriação. A mortalidade dos homens reside no fato de que a vida individual, com uma história vital identificável desde o nascimento até a morte, advém da vida biológica. Essa vida individual difere de todas as outras coisas pelo curso retilíneo do seu movimento que, por assim dizer, intercepta o movimento circular da vida biológica. É isto a mortalidade: mover-se ao longo de uma linha reta num universo em que tudo que se move o faz num sentido cíclico.
ARENDT, Hannah; A Condição Humana.
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Como nos informa Celso Lafer, há na cronologia da obra de Hannah Arendt, um livro "póstumo e incompleto", The Life of the Mind, editorado com base no texto das "Gifford Lectures" proferidas na Escócia nos anos de 1973 e 1974 em que a escritora "tratou do pensar e do querer, não tendo ultimado as suas reflexões sobre o julgar".
Entre as publicações de Hannah Arendt, o contraponto a The Life of the Mind, que lida com a vita contemplativa, é The Human Condition, que examina a vita activa. Neste livro ela se propõe a examinar o que é específico e o que é genérico na condição humana, através do estudo de três atividades fundamentais que integram a vita activa: labor, trabalho e ação.
“O labor é uma atividade assinalada pela necessidade e concomitante futilidade do processo biológico, do qual deriva, uma vez que é algo que se consome no próprio metabolismo, individual ou coletivo. Porque é atividade que os homens compartilham com os animais, Hannah Arendt qualifica-a como a do animal laborans.”
O trabalho, ao contrário do labor, não está necessariamente contido no repetitivo ciclo vital da espécie. É através do trabalho que o homo faber cria coisas extraídas da natureza, convertendo o mundo num espaço de objetos partilhados pelo homem. O habitat humano é, por isso mesmo, nitidamente diferente de qualquer ambiente natural. É um habitat cercado de objetos que se interpõem entre a natureza e o ser humano, unindo e separando os homens entre si.
A ação, diz Hannah Arendt, é a “única atividade que se exerce diretamente entre os homens sem a mediação das coisas ou da matéria”. “Corresponde à condição humana de pluralidade, ao fato de que homens, e não o Homem, vivem na Terra e habitam o mundo. Todos os aspectos da condição humana têm alguma relação com a política; mas esta pluralidade é especificamente a condição... de toda vida política”. Ação, na obra de Hannah Arendt, é uma das categorias fundamentais e representa não só um “médium” da liberdade, enquanto capacidade de reger o próprio destino, como também a forma única da expressão da singularidade individual. Como observa Bikhu Parekh, no labor o homem revela as suas necessidades corporais; no trabalho a sua capacidade e criatividade artesanal; na ação, a ele mesmo. A ação é a fonte do significado da vida humana. É a capacidade de começar algo novo que permite ao indivíduo revelar a sua identidade.”
adaptado de "A Política e a Condição Humana", posfácio de Celso Lafer para A Condição Humana de Hannah Arendt.
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